El tiempo siempre ha sido objeto de múltiples reflexiones en mis meditaciones. Me asusta, asombra e inquieta; todo a la vez. Me cuestiono una y otra vez si el tiempo se trata de un absoluto. Un día se lo pregunté a mi hermana y me contestó algo así como «¿qué es un absoluto?». La explicación era compleja y aburrida par alguien que no fuera yo; la historia acabó allí.
Pero todavía hoy, cuando he salido a pasear y pensar, le doy vueltas al tiempo. No obstante, lo cojas por donde lo cojas el tiempo sigue siendo lo mismo: una nada. El tiempo nace de un absurdo pretexto de controlar la vida y todo lo que se encuentra alrededor de uno mismo. Un día no conoce las horas; en el espacio no hay tiempo. Cuantificar lo incuantificable en un esfuerzo de planificar aquello que se define como incierto.
En estas idas y venidas de olla escribí un breve relato que recibe como título el titular del artículo de hoy. El que habla es un tipo que acaba perdiendo el norte; digamos que el narrador es aquello que aborrezco, la materialización de la negación. En lo que nunca me gustaría convertirme.
Sin más preámbulo, les dejo a solas con mi relato.
El esclavo del tiempo
En ocasiones se produce una fractura invisible, una colisión de dos hechos acaecidos e imperdonables que pasan de soslayo entre la muchedumbre formada por el polvo de un desván olvidado, sucio y corrompido por el paso de los días con todas sus noches. Es en este tipo de situaciones cuando uno se da cuenta de la magnitud que tiene un segundo. Sólo uno, solitario, abandonado, como si no dependiera de ninguna hora para poder llegar a existir. Tiene un culmen que dura todo lo que se le está permitido y muere en las manos de un semejante. El impacto de un solitario segundo en la determinación de un instante marca el devenir de todo un posible futuro; incierto, venido cada vez a menos, beodo y tambaleante hasta el punto de terminar por desparramarse en un suelo húmedo lleno de propósitos y emociones frustradas. Entonces decimos que ahí yace un sueño, un desecho de lo que en un presente dimos por seguro.
De lo que cada vez estoy menos convencido es de mi propia existencia; he llegado a un punto que ni siquiera me llamo por mi nombre, nadie lo usa y yo sé que estoy hablando conmigo mismo porque no escucho el eco de mi voz por ningún lado. Estoy encerrado voluntariamente en una cárcel imaginaria de la que ni puedo ni quiero salir. Tengo un único carcelero al que yo mismo le entregué la llave de mi celda, es más, yo fui, de algún modo, su creador. Me gustaba jugar a ser Dios y por ello me compré un reloj. En un principio lo acepte como amigo, bueno, como compañero. Él me seguía a todas partes y me dictaba lo que debía de hacer según su parecer. Parecía nunca equivocarse; siempre quería de mí lo que nunca se atrevía a decirme, sólo lo insinuaba, pero era más que suficiente. Yo me dedicaba a obedecer siguiendo todas sus sugeridas directrices, me parecía lo correcto, lo más sensato teniendo en cuenta el propósito que yo había dado a lo que antes era un objeto inerte, un ser inanimado que carecía de compañía y recuerdos.
Me dio cierta pena y lo adopté con mucho cariño. Lo cuidaba como si de mí dependiera su existencia. Comprendí entonces que no tenía más relación que conmigo, yo era para él su único amigo, el individuo al que le debía la vida. Estaba agradecido y se notaba, se solía portar muy bien conmigo. Yo pensaba no depender directamente de todas sus directrices pues para mí, un individuo pensante y con capacidad de reflexión, el reloj no era más que un buen amigo y a los amigos se les escucha y aconseja, pero no siempre hay por qué hacerles caso. Tenía en cuenta todas y cada una de sus opiniones que, a su manera, decían “haz esto o aquello”. Todo era magnífico.
No he llegado a plantear cuánto estuve actuando de tal modo antes de comprender que no era más que un servidor. Creí haber aprendido en la escuela que la esclavitud se abolió mucho antes de que yo llegara al mundo, sin embargo, mi compañero comenzaba a plantearme serios interrogantes. Como un buen dictador en ciernes nunca me obligaba a nada, creaba la necesidad de hacerle caso sin conjugar un mísero imperativo. El hecho de mandar implica la existencia de dos cosas: un gobernante y su súbdito. Si se mira con la suficiente distancia y perspectiva todo parece regirse por esta relación de opuestos, no digo que sea malo, pero creo que acaba gustando.
Pasaron muchos días con sus noches y yo continuaba abrazando los consejos de lo que tenía por mi aliado. “Ahora podrías hacer esto, pero antes no deberías olvidarte de ir allá y hacer aquello” y yo lo realizaba sin guardarme en la chistera ni un ápice de rencor ni resentimiento. Lo hacía porque entraba en los planes de mi libertad, nadie me estaba apuntando y dictando sobre mí, nunca pensé estar siguiendo un mandato de alguien ajeno a mi propia consciencia. Era un tipo muy libre como todos los que me rodeaban.
Una buena mañana comprobé con disgusto que la manecilla de mi fiel compañero había decidido no continuar con su eterno y repetitivo ciclo, no quiso seguir dando vueltas dentro de una esfera y se paró en seco. Yo traté de convencer y reanimar a lo que había tomado como mi particular Sancho Panza; de nada sirvió. Fue uno de los despertares más tristes de toda mi vida. Llevaba tanto tiempo sin verme la muñeca desnuda que mi piel se asustó cuando opté por continuar con el día y ducharme. Mi reloj se había parado, pero aquel día era muy probable que continuara con su lenta decadencia. Anduve perdido la mayor parte de mi jornada productiva hasta que hallé la solución más efectiva para remediar mi mal: comprar otro reloj.
Según se me presentó la oportunidad corrí a la tienda más cercana en la que había muchísimos posibles futuros compañeros y después amigos. Compré uno muy parecido al recién fallecido; tenía la misma forma, pero el color cambiaba un poco. Olía exactamente igual que cuando adopté al primero de su estirpe. Lo ajusté pues parecía estar algo mareado y cuando me lo apreté a la estremecida muñeca todo pareció volver a su cauce. En ese momento tuve cierto pánico pues todo el agobio del día desapareció de golpe. Me sentía satisfactoriamente bien y retomé mi día conociendo en qué parte del mismo me encontraba. No fue hasta la mañana siguiente cuando me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Todo parecía no haber cambiado; el sol había salido por su sitio, me había despertado a la misma hora que el día anterior y ya no veía una franja pálida en mi muñeca izquierda. Me pregunté qué había ocurrido y recapacité hasta darme cuenta de que quizá era muy tarde como para seguir pensando.
Ese día no quise entablar una gran conversación con mi entonces compañero, me limité a mirarlo de vez en cuando para comprobar que seguía vivo y que nada le faltaba, todo estaba correcto. Llegué a casa para comenzar mi letargo como prisionero. Comencé a entender que, a pesar de no recibir decretos estrictos, seguía una doctrina marcada por un objeto al que yo mismo había dotado de vida. De hecho, no sólo había creado vida, sino que además proporcioné un propósito. Todo le obedecía y en ese todo me incluí. No rechacé el encerrarme voluntariamente en mi propia prisión, acepté haberla construido sin querer hacerlo hace mucho tiempo. Comprendí al monstruo que había creado. Cuando quería hacer algo sin estar mi vigilante conforme simplemente no lo hacía; podría desobedecer y marcharme dejando que muriera de hambre y tristeza, pero ¿qué sería de los dos? Él no tendría un propósito y yo estaría tan solo como acostumbraba.
Por ello me decidí a dejarle dominar mi vida, pero con la ventaja que me otorga el ser consciente de mi propia decisión voluntariamente impuesta. Creo que me aporta una mayor amplitud de miras que al resto, pero al fin y al cabo sigo siendo súbdito de un señor. Ahora debo acostarme pues es su voluntad.
Fdo. El esclavo del tiempo.
Deja un comentario