En mi familia se ha vuelto tradición eso de ver mientras cenamos el programa emitido en Cuatro First Dates. No es que me encante, pero he de reconocer que todas las noches me pego una buena carcajada con algún que otro personaje que sale por ahí. Siempre suelo decir lo mismo, pero es que todavía no sé de dónde sacan a esos tipejos, utilizando el masculino plural como género ambivalente, que quede claro.
En ocasiones me hace gracia la pinta con la que se presentan, otras veces son algunas sentencias y la mayoría, el cómputo global de toda una experiencia vital resumida en cinco minutillos de televisión. Acabo descojonado frente a la tele de la cocina masticando alguna maravilla de cena que mis padres, supongo que con cariño, han preparado. Lo de que no sé de dónde sacan a esa gente lo digo como una verdad a medias. He llegado a un punto en el que nada me sorprende, o al menos durante un tiempo. Si llevo una rutina normal, al final acabo acostumbrándome a ver de todo por Madrid: un motorista hablando por teléfono, un camión por el carril izquierdo o cotorras argentinas en la capital de España. El primer día que vi a estos ruidosos seres no pude contener mi sorpresa, pero uno se va haciendo con el transcurso del tiempo.
Cuando paso mucho tiempo en casa vuelvo a lo que suelo denominar puritanismo de convento. No porque practique ninguna religión, sino porque mi dormitorio se torna en una especie de celda en la que comienza a oler a sobaco mientras se acumulan libros y cuadernos por la encimera. Una vez vuelvo a la vida en sociedad, comienza el periplo del escándalo. Es un ciclo, como el del agua. Suelo recomendarlo a nadie porque es el único agente que termina por hacerme caso.
Hace ya un par de noches apareció una señora de sesenta y pico tacos (aunque mi padre, obsesionado con la mentira, diría que miente, que «esa mujer tiene setenta y cinco por lo menos) que era perfecta. No por acopio de belleza o cualidades técnicamente bondadosas, sino porque ella misma lo decía. No puedo, ni deseo, recordar su nombre, pero pongamos uno genérico como «Mari». Además, es un nombre cojonudo porque permite el uso de una extendida incorrección gramatical en castellano: un artículo determinante que acompaña (y por causas obvias determina) a un nombre propio; La Mari.
La Mari era una señora entrada en años con las marcas evidentes de la edad. Buscaba el amor, como la mayoría de personas que van a ver a Carlos Sobera. El amor se presentó como un hombre mayor, sevillano y en mi opinión algo falto de afecto, vamos a decirlo así. El señor no se podía separar de la señora. La agarraba insistentemente de cualquier extremidad a su alcance en un baile digno de un documental de cangrejos violinistas. El buen hombre trajo lo que a su parecer era una bebida que aumentaba el apetito sexual: una mezcla de gazpacho y aquarius de naranja. No sé si ganas de lo otro les quedaría, pero lo mismo un par de viajes al baño sí dieron.
La mujer era digna de escultura en alguna plaza importante: autodefinida como perseverante, segura de sí misma, trabajadora, cariñosa y un montón de cosas bonitas más. Me entró la risa. Acabé mi cena y me retiré a mi cuarto. No vi cómo terminaba la cosa; ignoro si el brebaje surtió efecto o si por el contrario la humilde mujer dio calabazas al pretencioso hombre. Me da un poco igual en verdad. Me reí con mi familia, no de la gente, sino de lo que llegan a afirmar. Las cosas que uno tiene que escuchar porque otro las dice.
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